Un estudio analiza las causas de la procrastinación universitaria y propone estrategias para reducir su impacto académico y emocional

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La investigación analiza las relaciones entre la procrastinación y tres grandes ámbitos que se intuyen estrechamente vinculados: la gestión académica del tiempo, los rasgos de personalidad y el malestar psicológico. Para ello, los autores han empleado varios instrumentos validados y ampliamente utilizados en investigación internacional, como la escala PASS (Procrastination Assessment Scale for Students), para medir la intensidad de la procrastinación; el cuestionario ATM (Academic Time Management), para evaluar cómo gestionan el tiempo los estudiantes; el BFI-10 (Big Five Inventory), para medir los grandes rasgos de personalidad, y el BSI-18 (Brief Symptom Inventory), que detecta síntomas de ansiedad, depresión y estrés. El resultado del análisis estadístico es revelador: el 61 % de la varianza en la procrastinación estudiantil puede explicarse a partir de la combinación de factores relacionados con el tiempo, la personalidad y el bienestar emocional.
Los autores señalan que la procrastinación no es simplemente una cuestión de pereza o falta de voluntad. Detrás puede haber dificultades reales de planificación, una baja tolerancia al estrés, niveles elevados de neuroticismo —es decir, una tendencia a experimentar emociones negativas— o una falta de responsabilidad, en el sentido psicológico de este rasgo de personalidad. Los datos también muestran que los estudiantes con menor rendimiento académico tienen una mayor tendencia a aplazar las tareas, y que el comportamiento procrastinador es más común entre los hombres y entre los estudiantes de grados vinculados al ámbito audiovisual.
Uno de los aspectos más destacables de la investigación es su dimensión aplicada. Los autores no se limitan a describir el fenómeno, sino que proponen medidas concretas para hacerle frente desde la tutoría universitaria. En este sentido, apuestan por reforzar el apoyo a la planificación académica y la gestión del tiempo, introducir estrategias para la regulación emocional y mejorar el seguimiento individualizado de los estudiantes, especialmente en momentos de transición, como el primer año de universidad o los periodos de exámenes. También sugieren prestar especial atención a aquellos estudiantes que presentan patrones cronificados de aplazamiento y malestar, ya que pueden necesitar una atención más específica.
El artículo se inscribe en un campo de investigación cada vez más relevante: la comprensión del bienestar estudiantil en contextos universitarios. Sus autores alertan que la mejora del rendimiento académico no depende solo de introducir cambios curriculares, sino también de cuidar la salud emocional de los estudiantes y ayudarlos a desarrollar hábitos de trabajo más sostenibles, realistas y personalizados.