Por Diego Andrés Diaz para Extramuros.
Fue noticia hace unos meses que: la ANEP (Administración Nacional de Educación Pública) inició acciones judiciales contra padres de una comunidad menonita de Florida por “no enviar a sus hijos a la escuela”.
La crónica informó que el “colectivo menonita de 11 niños” no asisten a centros públicos y privados, además de que “…la votación de este miércoles fue particular para el usual quorum del ámbito colegiado.
El consejero nacionalista Juan Gabito fue el único que se opuso en la definición, ya que tanto la presidenta de ANEP, la colorada Virginia Cáceres Batalla, la consejera Dora Graziano, y los dos consejeros en representación de los docentes, Julián Mazzoni y Daysi Iglesias, votaron a favor de avanzar con las acciones judiciales contra los padres…”.
Mucho se escribió y dijo de la noticia, mucho se escribirá y dirá de este o nuevos episodios de una batalla histórica entre el poder del estado y la sociedad civil.
El factor que subyace a todo esto son una serie de viejos y fundamentales debates, la libertad de los individuos y también, ciertas nefastas vacas sagradas que la institucionalidad uruguaya sigue defendiendo con uñas y dientes.
Pulpo centralista
Estamos frente a uno de los tantos brazos del pulpo centralista. El centralismo político como fenómeno liberticida de la sociedad tiene en el capítulo educativo una larga y nefasta Historia, plagada de violencia, autoritarismo, manipulación, adoctrinamiento y control.
En este caso local, además, opera y actúa sobre una sociedad como la uruguaya donde el jacobinismo instrumental es doctrina nacional, y al ser una comunidad religiosa la cuestionada, dispara automáticamente en buena parte de la población la típica actitud antirreligiosa, anticristiana y anticlerical que son adoctrinamiento obligatorio en el sistema educativo nacional y que ha logrado imponer lo deseable que es que el Estado le quiebre las piernas a toda expresión libre de la sociedad organizada, más si es una religión.
Y este tipo de sobrerreacción centralista del Estado solo desnuda el terror que sienten los colectivistas y estatólatras de todo pelo y color frente al derrumbe de su educación centralizada, y el creciente movimiento de las sociedad civil a favor de la libertad educativa.
El centro de la discusión es el viejo debate sobre dónde se deposita el derecho a decidir sobre la naturaleza de la educación que recibe un menor: ¿debería ser la familia o el Estado el que tiene la potestad de definirlo? ¿Quién tiene la potestad, sus padres o el Estado?.
El Estado ha intentado imponer en el imaginario público una serie de muletillas que considera que, con solo invocarlas, logrará saldar el debate, como la idea de que “el niño es sujeto de derecho”, como si eso representase alguna especie de “as en la manga” irrebatible que no merece ningún análisis.
Lo real es que las familias son, de forma legítima y real, las que toman la abrumadora mayoría de las decisiones sobre la educación de sus hijos, así como el proveer de los elementos necesarios para su vida.
El Estado intenta convencer a la sociedad de que en este punto las familias deben delegar a su legión de burócratas y adoctrinadores profesionales la decisión de cuál debe ser la educación formal que reciban.
La humanidad es básicamente una especie educadora. Siempre, el centro de la propuesta educativa debe basarse en la libertad. Y la libertad educativa supone, sí o sí, descentralización educativa. Incluso cuando la educación es institucionalmente organizada desde el Estado, siempre se debe basar en la libertad de oferta desde la sociedad civil y no desde la imposición centralizada de un órgano burocrático uniformizante.
Encima de todo esto, jamás se debe socavar el derecho de las familias y los ciudadanos a recibir con toda libertad una educación acorde con sus deseos individuales.
A fines del siglo XIX, y bajo el influjo de las ideas de los economistas clásicos, se instaló la importancia de la instrucción pública generalizada, partiendo de que existían nuevos y cuantiosos medios materiales para extenderla.
En este último siglo, los diferentes partidos estatistas (de izquierda o de derecha, ambos conciben al Estado como el brazo ejecutor de su plan de vida obligatorio para todos), pero con mayor protagonismo los socialdemócratas a través de sus políticas de Educación Pública, se han basado en la vieja estrategia manipulativa, la de la “zanahoria y el garrote”, para imponer una planificación centralizada de la educación.
El modelo de centralización educativa apuesta desde sus inicios a manejarse en una serie de mentiras impuestas (“sin educación centralizada se corre el riesgo de que los niños no aprendan lo básico”) y especialmente a utilizar el terrorismo (el poder coercitivo del Estado) para disciplinar lo que es potencialmente peligroso a su concepción.
La politización del modelo educativo es el destino inevitable de cualquier sistema centralizado, ya que empieza a ser cooptado por los distintos grupos organizados (corporativos, ideológicos) de tono colectivista, no solo en cada una de sus etapas de organización (concepción académica e intelectual, formación docente, implementación institucional, programas y perfiles educativos, ambientes educativos) sino en el espíritu general del mismo, e incluso en los fines: todo el sistema educativo se transforma en una organización dedicada a crear adoradores al Estado y al Igualitarismo.
El modelo estatizante de centralismo educativo tiene las inevitables consecuencias que todo ámbito centralizado causa: crecimiento constante de los presupuestos públicos educativos con resultados decrecientes a nivel académico, ya que lo que prima es la “escolarización” por encima de la “educación”; persecución a todo modelo educativo libre, que es estigmatizado como “excluyente” y “no nivelador”, como son los casos de las educaciones diferenciadas o la educación en casa (“homeschooling”); aumento exponencial de la violencia en los centros educativos; sensación generalizada de la inutilidad y sinsentido de la educación recibida, por parte de la sociedad civil; abandono escolar creciente a pesar de la destrucción de los sistemas de evaluación y la caída general de los niveles educativos; y la ya señalada ideologización de contenidos y ambientes educativos afines a la ideología centralista del Estado (Estatolatría e Igualitarismo, mayormente).
La educación centralizada, así, se transforma en un ámbito absolutamente igualado, donde no existe ningún atisbo de diversidad, sino que lo que se busca es la máxima uniformización de los actores en un “ámbito ecuménico” llamado Estado, que dicta a la sociedad civil cómo debe ser y qué características debe tener esa “diversidad”.
Los grandes educadores son siempre los padres y las familias, y la comunidad en donde se está instalado. Las comunidades donde desarrollamos nuestra vida son las que nos educan en un porcentaje casi absoluto de los factores emocionales, socio-afectivos, conceptuales, técnicos, etcétera; es decir, que las familias y las comunidades son, en la práctica, los grandes educadores.
En definitiva, lo que se analiza es la instrucción formal, la que se ocupa del cuerpo de conocimiento sobre ciertos temas muy específicos y concretos.
El conjunto de jacobinos detrás de este monopolio del Estado suele sostener la enorme incongruencia liberticida por la cual no debemos determinar la educación de nuestros hijos, pero sí, a través de nuestro voto, quienes son los indicados a definir cómo se debe educar. Increíblemente, bajo su concepción, no tenemos criterios suficientes para definir la educación de nuestros hijos, pero si tenemos criterio para votar a los burócratas y además para definir al votar la educación de los hijos de otras personas.
Subyace a este acto de fuerza del Estado contra la comunidad menonita la tesis de la “propiedad colectiva de los niños”, que es básicamente la propiedad del Estado.
Este “sentido común” extendido habilita que la base educativa sea la doctrina de la obediencia al propio Estado. Los argumentos que se utilizan para justificar la educación centralizada suelen estar basados en el maximalismo y manipulación emocional, y son del tipo: ¿el Estado no debe fiscalizar las relaciones entre padres e hijos? ¿Y si los padres no educan, agreden y causan daño?.
El Estado ya cumple legalmente con la función de defender a todos de la violencia agresiva de cualquier otro, por lo menos en teoría. Si no lo hace, es porque esa es la naturaleza del Estado.
Los sistemas centralizados, a partir de su constante fracaso, han ido “soltando” ámbitos educativos que, por su ineptitud y arrogancia, no logran presentar con estándares mínimos de solvencia.
Por eso ha permitido la extensión de centros privados, pero los mismos son inducidos a enseñar la supremacía del Estado sin prohibir su existencia, a partir del sistema de acreditaciones obligatorias y “habilitaciones”.
Aplicando la certificación y el control centralizado basado en estas “acreditaciones”, el Estado, en la práctica, aunque sutilmente, domina las escuelas privadas y hace de ellas extensiones del sistema escolar público.
Uno de los temores más grandes del estatismo es perder el monopolio de estas “acreditaciones”, ya que está en ese sistema de permisos y controles para el ejercicio de funciones y actividades una de las fortalezas de su modelo centralista, y su autojustificación.
Las nuevas tecnologías de la comunicación representan en este punto un gran peligro para este monopolio de acreditaciones, ya que la sociedad civil va advirtiendo el total desprestigio de las acreditaciones estatales.
Como señalamos anteriormente, no es una casualidad que todos los sistemas educativos estatales, tarde o temprano, degeneran en una estructura para consagrar dos ideas centrales: la adoración automática y ciega al Estado, la estatolatría, y enfocarse al servicio del ideal igualitarista.
Y no es ninguna casualidad tampoco que los hacedores teóricos e intelectuales de este sistema de igualdad (pedagogos, profesores, académicos, etc.) construyen este mundo donde la única desigualdad válida es la que está asociada a la primacía de su condición de agentes de una “intelligentsia” específica.
Enemigos de otras desigualdades que emergen indefectiblemente de la sociedad por la naturaleza desigual de la condición humana, la única que anhelan es la que surge de su singular actividad.
Es por eso que su igualitarismo es resultado también de cierto resentimiento por el hecho de que un vendedor de pescado, un productor de arroz o un transportista de embutidos obtenga mejores ingresos que la “oligarquía intelectual” que ha construido sistemas educativos donde potencia la idea de que en la cúspide de los mecanismos de ingeniería social estén ellos mismos.
La idea de que la escuela no debería solo enseñar asignaturas, sino educar al “niño completo” en todas las fases de la vida, es evidentemente un intento de arrogar al Estado todas las funciones de las comunidades y de las familias, en un intento de lograr el moldeado del niño sin apropiarse definitivamente de él.
Todavía existen en la Constitución, salvaguardas claras y firmes con respecto a la libertad educativa, que son evidentemente marcos legales creados para condicionar y frenar el poder del Estado, no para decirnos a los ciudadanos como debemos comportarnos.
La evidente naturaleza de derecho negativo que se desprende del artículo 68 de nuestra Constitución es inocultable: “Queda garantida la libertad de enseñanza. La ley reglamentará la intervención del Estado al solo objeto de mantener la higiene, la moralidad, la seguridad y el orden públicos.
Todo padre o tutor tiene derecho a elegir, para la enseñanza de sus hijos o pupilos, los maestros o instituciones que desee”.
Podría citar varios artículos más que consagran la potestad de las familias en la elección de la educación de sus hijos, así como en la defensa de la libertad, la propiedad y la seguridad. Lo que está claro que esta nueva tensión entre el centralismo y la sociedad civil es una nueva batalla que los ciudadanos y las comunidades deberán sostener frente a los ingenieros sociales, los adoradores de la religión del Estado y los enemigos de la libertad.