Una celebración que no debe pasar desapercibida es la conmemoración del “Día del Ejército Argentino”, que se conmemora todos los 29 de Mayo. Muchos recordaremos su lema de: “Nació con la Patria, en 1810”. Sin embargo, quien creó al Ejército, no fue precisamente la Primera Junta. Es más, su creador ni siguiera fue argentino. Tampoco es tan cierto que nuestro ejército se originó en 1810. Su nacimiento efectivo data de algunos años antes.
Ya en épocas de la Colonia, y para defenderse contra las pretensiones portuguesas o británicas, se había constituído el “Regimiento Fijo de Infantería de Buenos Aires”, que tenía asiento principal en esa Provincia; pero sus efectivos también se distribuyeron en gran parte del Virreinato. La mayoría de sus soldados eran criollos y su desempeño dejó bastante que desear, cuando le cupo intervenir: contra los portugueses (que llegaron a ocupar Colonia) y durante la Primera Invasión Inglesa (al desbandarse en la primera escaramuza). Carecían de equipamiento, instrucción y disciplina necesarios. Sus oficiales (mayormente españoles) estaban relajados, y no estaban instruídos en táctica o estrategia militar. Básicamente guarnecían las fortalezas del Virreinato (Buenos Aires, Ensenada, San Miguel, Santa Tecla y Santa Teresa).
En la caballería, destacaban los “Blandengues”, que eran milicias criollas que guardaban las fronteras contra el indio y el portugués. Había principalmente Blandengues en Buenos Aires, Santa Fe y Montevideo. Gervasio Artigas, Estanislao López y José Rondeau se iniciaron como “Blandengues”. Al principio se los armó con lanzas; pero luego, el Virrey Vértiz les proveyó de sables, pistolas y carabinas. Su nombre se debía al modo en que los soldados “blandían” sus lanzas, al saludar a las autoridades, cuando eran revistados.
El Real Cuerpo de Artillería era casi inexistente. De los 200 efectivos, sólo 40 guardaban el fuerte porteño. El resto se hallaban en la Banda Oriental.
Después del fracaso del Regimiento “Fijo” en 1806, en donde su inacción permitió que sólo 1.600 efectivos británicos tomaran una ciudad de más de 40.000 almas, casi sin luchar; el Comandante General de Armas, Santiago de Liniers y Bremond decidió reforzar los cuerpos coloniales, para resistir un nuevo intento inglés. Así fue que este francés, el 6 de Setiembre de 1806 convocó al pueblo de Buenos Aires a enrolarse en diversos cuerpos, en razón del origen de cada recluta. Era el germen del futuro Ejército Argentino.
“Uno de los deberes más sagrados del hombre es la defensa de la Patria que le alimenta, – decía Liniers en su convocatoria – y los habitantes de Buenos Aires han dado siempre pruebas de que conocen y saben cumplir con exactitud esta preciosa obligación”. Su llamado tuvo una gran acogida. El pueblo acudió a alistarse, al contrario de lo que ocurría hasta ese momento; donde la gente rehuía a enrolarse o a contribuir con las milicias coloniales, que eran vistas con antipatía y desdén.
Así, los hijos de Buenos Aires debían incorporarse al Cuerpo de “Patricios”; los nacidos en las Provincias del Norte, en el de “Arribeños” (es donde se hubiera enrolado, por ejemplo, un tucumano residente en la Capital, en esa época); los negros y mestizos libertos e indios residentes en Buenos Aires, en el Cuerpo de “Castas”, o de “Pardos y Morenos”. También los españoles debían conformar sus propios batallones, llamados “Tercios”. Así se constituyeron los Tercios de: “Gallegos”, “Andaluces”, “Montañeses”, “Cántabros” (formados por vizcaínos y asturianos).
La caballería no era muy numerosa. No cualquiera tenía caballo. Los oficiales usaban el suyo. Pueyrredón, al constituir sus famosos “Húsares del Rey”, contribuyó a vestirlos y montarlos, pues venía de una familia que había hecho fortuna en el comercio. Destacaron los “Migueletes”, “Cazadores”, “Carabineros” y “Quinteros” (jinetes de los arrabales).
La artillería seguía escasa, y rudimentaria, a cargo de los “Patriotas de la Unión” (agrupaba a españoles y criollos, de ahí su nombre) y de los “Pardos y Morenos”. Era la menos prestigiosa de las armas y a la que menos importancia se le daba. No atraía tener que arrastrar pesados cañones, cargarlos, y llenarse de pólvora, humo y metralla, o recibir disparos, sin poder defenderse, por tener que servir al cañón. Se desconocían los avances que en la artillería habían introducido los franceses, y que había contribuido a sus victorias. El mismo Napoleón era General de Artillería. Los artilleros napoleónicos, orgullosos, rechazaban cualquier arma para defenderse, diciendo que su mejor defensa era “el humo de sus cañones”. Faltaba aún tiempo para que la artillería argentina adquiriera la importancia debida, que la hizo destacar en Ituzaingó y otras acciones, al mando del Gral. Tomás de Iriarte.

Este nuevo ejército tenía más de 7.800 efectivos, y se empezó a entrenar de inmediato. Los cuerpos debían concurrir días fijos al Fuerte “a fin de arreglar los batallones y compañías, nombrando a los comandantes, y sus segundos, los capitanes y sus tenientes, a voluntad de los mismos cuerpos”. Era una novedad que la tropa eligiera a sus propios jefes y oficiales; sin requerirse, tampoco, instrucción alguna. Esto se apartaba de lo dispuesto en las Ordenanzas Militares españolas, pero ante la inminencia de un nuevo ataque inglés y el prestigio de Liniers, nadie se opuso a ello.
El cuerpo más numeroso era la “Legión de Patricios Voluntarios Urbanos”, como se llamaba oficialmente, que conformó tres batallones. Le seguían el de Castas (Pardos y Morenos) y los Arribeños. Los vistosos uniformes del ejército (algunos de los cuales se utilizan aún en los desfiles militares), armas, pólvora y nuevas obras de defensa se costearon con donativos, suscripciones y préstamos recabados en todas las provincias.
El flamante ejército realizaba prácticas y maniobras, a las que el público concurría y aplaudía. Martín Rodríguez, de los Húsares, diría, no sin cierta exageración: “Puede asegurarse que a los tres meses después de la creación de estos Cuerpos, podían ellos competir con las mejores tropas de Europa en su disciplina y maniobras”. Manuel Belgrano, del Cuerpo de Patricios, disentía: “ni la disciplina ni la subordinación era lo que debía ser”; agregando que la tropa “decía con mucha gracia que, para defender el suelo Patrio no había necesitado aprender a hacer posturas ni figuras en las plazas públicas para diversión de las mujeres ociosas”.

La prueba de fuego del flamante ejército mayormente criollo tuvo lugar durante la Segunda Invasión Inglesa, con mucho coraje y arrojo (y no tanta técnica militar) que hasta los mismos oficiales británicos lo reconocieron: “Esta gente no es la raza afeminada que hay en España: al contrario, son feroces y sólo necesitan disciplina para hacerlos formidables”. El mismo Ministro de Guerra Británico declaró ante el Parlamento: “El mérito de nuestros soldados fue aumentado, en mucho, por la valerosa defensa efectuada por los contrarios. Del mismo modo en que esta poderosa resistencia exalta la gloria de la conquista, abrigo la esperanza de que el valor demostrado por las tropas españolas inspirará a sus compatriotas en Europa a mostrar un espíritu parecido para resistir al enemigo común”. Este discurso se pronunció luego del cambio que se había operado tras la invasión Napoleónica a España; donde Inglaterra pasaba a ser, entonces, aliada, en contra de los franceses.
Entre Enero y Julio de 1807 se luchó en ambas márgenes del Río de la Plata contra este nuevo intento británico de tomar el Virreinato. Durante las jornadas de la “Defensa” de Buenos Aires, este flamante e improvisado ejército, junto al pueblo de la ciudad, conducidos por Liniers, batieron a más de 9.000 soldados veteranos profesionales ingleses, despejando, para siempre, su amenaza de conquista.
El entonces Capitán de Navío Santiago de Liniers fue ascendido, primero a Mariscal de Campo; y luego, a Virrey del Río de la Plata (3 de Diciembre de 1807). Los criollos tomaron consciencia de su fortaleza y su capacidad de defenderse por sí mismos; de que la Corona Española no era tan invencible como parecía; que en los momentos de dificultad y de agresión externa; poco o nada se podía esperar, de la Metrópoli. Se perdió la antipatía hacia las milicias; y éstas comenzaron a acercarse a quienes motorizaban la idea de independencia y autonomía.
A medida que aumentaba la autoconfianza en los criollos, crecía la desconfianza hacia las fuerzas coloniales españolas. El propio Cabildo porteño llegó a manifestar, con respecto a éstas: “¿Qué podía esperarse de unos Jefes que, en lo menos que han pensado toda su vida ha sido en arreglar sus regimientos y en sujetarlos a la disciplina?. La verdad es que jamás hemos visto una parada, y así han ido todas las cosas del servicio. ¿Qué se podía esperar de los oficiales subalternos, que a excepción de uno y otro muy raros, los demás han hecho su carrera en el pasatiempo, el juego, el baile, el paseo, sin contraerse aún por momentos a nada de lo concerniente al servicio?. ¿Qué podíamos, por fin, esperar de unos hombres que tienen tanto esmero en sus regimientos, que el Fijo de Infantería sólo cuenta hoy 72 soldados de servicio, y para éstos hay 94 oficiales; que el de Dragones cuenta con otros tantos soldados que aquél, poco más o menos, y mayor número de oficiales, sucediendo lo mismo con el de Blandengues?”.
Muchos vecinos reconocían que “los batallones europeos rivalizaban de mucho antes con los Patricios”. El mismo Cornelio Saavedra admitía que, a los españoles, “acostumbrados a mirar a los hijos del país como sus dependientes, y tratarlos con el aire de conquistadores, les era desagradable verlos con las armas en la mano”.
El conflicto se precipitó durante el Virreinato de Liniers. El no ser éste español, y haber él mismo creado a los cuerpos criollos, a quienes trataba con mucha consideración, lo hizo un virrey muy popular entre éstos; pese a que su gestión como gobernante dejara bastante que desear. Como contrapartida, se fue ganando paulatinamente la desconfianza y el recelo de los españoles.
Agudizó esta crisis la invasión napoleónica a España: con lo que Francia pasó a ser enemiga de los españoles. Fue la gota que colmó el vaso para éstos, que empezaron a buscar la manera de deponer a Liniers. Los conspiradores se agruparon en torno a don Martín de Alzaga, Alcalde de Primer Voto de Buenos Aires. El propio Cabildo fue el centro de la confabulación.
De la conjura participaron, además, el Obispo Lué, nuestro conocido Mariano Moreno (a quien nunca le cayó bien Liniers) y los “Tercios” españoles de Gallegos, Vizcaínos (Cántabros) y Catalanes. El 1º de Enero de 1809 coparon la Plaza de la Victoria con estas tropas y partidarios al grito de: “¡Muera el francés Liniers!”, “¡Junta como en España!”, vivando al Cabildo.
Alzaga y Moreno llegaron al Fuerte a exigir la renuncia del virrey. Éste, al verse acorralado, se abandonó, y llegó a firmarla. En ese momento providencial, irrumpió Saavedra con los jefes de las tropas leales a Liniers: Arribeños, Húsares, Patriotas de la Unión, junto a los Tercios de Montañeses y Andaluces. Le manifestaron su total apoyo al virrey, y le obligaron a romper su renuncia. Seguidamente, intimaron a los sublevados a retirarse. Bastó una breve carga de los Húsares de Martín Rodríguez y que salieran los cañones de los Patriotas de la Unión a la plaza, para concluir el motín.
Esta asonada mostró a los futuros líderes de la Primera Junta (Saavedra y Moreno) en bandos antagónicos: ya entonces no coincidían políticamente, y seguramente se tenían antipatía. Además, hubo dos “Tercios” españoles que sostuvieron al virrey: los Andaluces y los Montañeses; pues muchos de sus miembros eran criollos, hijos de españoles. Otra sorpresa fue que los “Patriotas de la Unión”, cuerpo creado y sostenido por el Cabildo se enfrentó a su propia Institución madre.
Agradecido, Liniers reconoció que “la energía y el patriotismo de los Cuerpos y Jefes ya citados me sacaron de este conflicto con el mayor denuedo”. Saavedra dijo: “así concluyó aquel día memorable… porque, en efecto, en él las armas de los hijos de Buenos Aires abatieron el orgullo y miras ambiciosas de los españoles y adquirieron superioridad sobre ellos”.
Acto seguido, se disolvieron los “Tercios” sublevados: Vizcaínos, Gallegos y Catalanes, y se salvaron los Andaluces y Montañeses. A aquéllos se les quitaron sus banderas, que se depositaron en el Fuerte, y se les prohibió usar uniforme. Se desterró a los responsables de la conjura; despejando el horizonte de eventuales oponentes a fuerzas mayormente criollas.
El panorama se complicó con el arribo de Cisneros, en reemplazo de Liniers. A su llegada, las tropas no lo aclamaron, y se lo recibió de mala gana. El nuevo virrey indultó a los responsables del 1º de Enero, y devolvió simbólicamente sus banderas a los oficiales de los Tercios disueltos; pero sin volverlos a constituir; dejándolos como “reserva”, en caso de necesidad, como: “Batallones del Comercio”. Por razones económicas eliminó varias unidades menores. Redujo a 2 los batallones de Patricios (que eran 3). Puso a sueldo sólo a los oficiales en actividad y suprimió 2 escuadrones de los Húsares.
Finalmente, y “para evitar las rivalidades que suelen introducir la nominación”, les quitó los nombres que tenían, hasta entonces, las unidades de Infantería, y las pasó a numerar, como simples “batallones”. Así: 1 y 2 correspondían a los dos batallones subsistentes de Patricios; 3 a los Arribeños; 4 a los Montañeses, 5 a los Andaluces, 6 a la reserva de los Cuerpos Urbanos del Comercio, 7 a los Granaderos de Fernando VII y 8 a Pardos y Morenos. Así fue cómo el último virrey del Río de la Plata le dio a los Patricios el Número que hasta el día de hoy ostentan, como Regimiento de Infantería de Línea Nº 1. Sin embargo, todo el mundo siguió llamando a las unidades con sus denominaciones tradicionales, haciendo caso omiso a las numeraciones del virrey.

Estas reformas le terminaron de granjear la antipatía del ejército, que de ser “mimado” bajo la gestión de Liniers, pasaba ahora a sufrir el “ajuste” a manos de Cisneros, quien venía además, a quitarles las denominaciones con las que orgullosamente habían expulsado al invasor inglés, y a reivindicar a los “Tercios” españoles disueltos. Por eso, el ejército, resentido con el virrey, respaldó decisivamente las acciones de Mayo de 1810.
La Primera Junta, aprendiendo de sus antecesores, le dio una gran importancia e impulso al Ejército. El 27 de Mayo, cuenta Juan Beruti, “Todas las tropas de Artillería, Infantería y Caballería formaron un cuadro en la plaza; salió la Junta, el Presidente las arengó, y juraron obediencia; y luego hicieron una descarga de artillería y fusilería, con lo cual se concluyó”.
Dos días después (el 29), y a instancias del Secretario de Guerra y Gobierno, Mariano Moreno, la Junta emitió una proclama (considerada el nacimiento formal del Ejército Argentino); por la cual reconocía el protagonismo de las tropas durante la gesta del 25 de Mayo y ordenó varias medidas para aumentar “la fuerza militar de estas Provincias”.
Elevó todos los Batallones de Infantería a Regimientos (al revés de lo que había hecho Cisneros), con 1.116 efectivos cada uno. Ordenó reincorporar a los que habían sido dados de baja, “que actualmente no estuvieron ejerciendo algún arte mecánico o servicio público” y dispuso una leva de “todos los vagos y hombres sin ocupación”, entre 18 y 40 años. El vocal militar Miguel de Azcuénaga tenía a cargo la “Armería Real”, que entregaba fusiles a cada cuerpo, en función del número de soldados. Se obligó a los vecinos a depositar en casa de Azcuénaga sus armas. Finalmente, ordenó pagar sueldo a TODOS los soldados alistados.
La Revolución sabía que recién se iniciaba un arduo camino hacia la Independencia… Que iba a costar mucho sacrificio, lucha, sinsabores y sangre… Por eso se preparaba, de la mano de un ejército que había vencido a los ingleses y había contribuído decisivamente a terminar con el Virreinato del Río de la Plata.