Alfredo Marcos: “La escuela es un territorio adecuadísimo para empezar las prácticas de silencio tecnológico”

Instituto Veritatis Gaudium

Alfredo Marcos: “La escuela es un territorio adecuadísimo para empezar las prácticas de silencio tecnológico”

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Alfredo Marcos: “La escuela es un territorio adecuadísimo para empezar las prácticas de silencio tecnológico”

Integrar las nuevas tecnologías en colegios, institutos y universidades es uno de los grandes desafíos de la educación contemporánea. Las pizarras inteligentes son ya una realidad en casi todos los centros, como lo han sido las tabletas. Hasta ahora, porque están en solfa desde hace algún tiempo. En Suecia, uno de los primeros países que apostaron por la introducción de dispositivos electrónicos en las aulas, han dado marcha atrás. Hace casi dos años que su Ministerio de Educación retiró las tabletas y decidió volver a los libros y la escritura a mano. En España, Madrid ha sido la primera comunidad autónoma en seguir los pasos suecos; a partir del próximo curso, ya no habrá ipads ni aparatos similares en las clases de Educación Infantil y Primaria.

Ante interrogantes como éstos, el Instituto Veritatis Gaudium de la Universidad Católica de Valencia ha invitado al catedrático de Filosofía de la Ciencia Alfredo Marcos (Universidad de Valladolid) a pronunciar una conferencia, en la que ha disertado sobre el efecto de las nuevas tecnologías (TIC) en la imagen que el ser humano tiene de sí mismo y en la educación. No se trata, afirma, de proscribir el uso de la IA y otros avances técnicos, sino de “aprender a utilizar las últimas tecnologías, en la educación y en la vida, sin que éstas deterioren la dignidad humana”. Para alcanzar ese conocimiento, Marcos invita a pensar largo y tendido antes de dar ningún paso. Y no es por deje profesional, tiene muchos argumentos.

¿En qué debería consistir ese debate previo al uso de las TIC en educación?

En educación y en la sociedad, en general, debe tener lugar una reflexión profunda sobre qué es el ser humano, en qué consiste nuestra naturaleza y de qué modo adaptar las tecnologías a los estándares de dignidad propios de la persona humana. Esto es especialmente necesario porque existen dos visiones distintas de la integración de la tecnología y el hombre, y una de ellas, de corte transhumanista, asegura que el ser humano debe transformarse a sí mismo tecnológicamente. La otra postura, que trataré de proponer y defender, va prácticamente en la dirección contraria.

¿En qué dirección? ¿Es usted un negacionista de las TIC?

No, en absoluto. Toda esa panoplia de avances han de ser bienvenidos, y si se integran ciertas creaciones de la neurotecnología, por ejemplo, en un instituto médico que tenga una orientación claramente terapéutica, debemos aplaudirlo. Pero antes, hay que discernir y discriminar lo que pueda ser dañino para el ser humano.

Ha mencionado el transhumanismo, que habla ya de futuros (algunos ya presentes) dispositivos neurotecnológicos y exoesqueletos integrados en el cuerpo humano para aumentar, entre otras cosas, la fuerza o la inteligencia del individuo. A su lado, las tabletas serán casi una reliquia del Paleolítico.

Por esa razón, cuanto más potentes sean las tecnologías a nuestra disposición y más puedan afectar a las personas de modo directo, más urgente es que pensemos qué es el ser humano y en qué consiste su función en el mundo, su felicidad, su dignidad, para manejar con esa orientación las tecnologías que vayan surgiendo. Si falta esa brújula, entonces lo más probable es que estos avances se conviertan directamente en fines y se ponga al ser humano al servicio del desarrollo y de los medios técnicos. En resumen, a más tecnología, más reflexión antropológica.

¿Debemos recuperar algo en concreto para que la reflexión sobre la naturaleza humana nos lleve a buen puerto y no se imponga la visión utilitarista de los poderes políticos y económicos?

La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) es un anclaje imprescindible. Ahí se habla de la dignidad de la persona, de que tenemos derechos por nuestra naturaleza común, no porque nadie nos los otorgue o nos los fabrique. Y no se trata de una cuestión biológica, por pertenecer a la especie Homo sapiens: tenemos derechos por haber nacido en el seno de la familia humana. Es un matiz importante.

La noción de especie en filosofía de la biología es un concepto, más bien, abstracto. Si consideramos cualquier especie como una clase a la que pertenecen ciertos individuos, eso no genera entre ellos ningún tipo de nexo o conexión. Sencillamente los clasificaríamos dentro de un mismo taxón y ¡listo! Sin embargo, pertenecer a una familia implica nexos genéticos, afectivos, relaciones de dependencia, obligaciones mutuas, dones, muchísimas cosas. En ese punto, la DUDH es muy fina.

Hay quien opinan que esa Declaración de derechos se ha quedado muy anticuada, faltan muchos por añadir. Algunos de éstos afectan directamente a ese repensar al ser humano. Tocaría aclarar, de entrada, qué es un hombre y qué es una mujer. Lo hemos tenido claro durante varios milenios, pero ahora parece que no. Muchos niños reciben informaciones confusas al respecto en los propios colegios.

Soy consciente de que hablar de naturaleza humana ya constituye, en cierta medida, una provocación. En el pensamiento actual han influido mucho Sartre y otras existencialistas, que concebían al ser humano como puramente voluntad, decisión sobre sí mismo. La persona se tiene que hacer a sí misma desde cero, sin ninguna guía ni orientación, sin reconocer ningún don, nada recibido y, por tanto, sin necesidad de agradecerlo ni de estar a la altura de ese don. Pero, en mi opinión, esa forma de ver al ser humano es destructiva, por un lado, y nos deja a los pies de cualquier fuerza, de cualquier dinámica tecnológica, sin posibilidad de controlarla y encauzarla hacia lo que pensemos que es el ser humano.

Si no existiese una naturaleza humana “común” (término que me gusta añadir) no podríamos comunicarnos. Todo ejercicio de comunicación sería un fracaso rotundo. A esto se puede objetar que, efectivamente, fracasamos, que no nos comunicamos, cada uno en su burbuja, encerrado en sí mismo, pero esto me parece que tiene consecuencias muy tristes. Sin naturaleza común, tampoco podríamos formar comunidades, pero el hecho es que las formamos. Esa naturaleza humana, filosóficamente reflexionada, nos sirve, nos orienta y nos posibilita desarrollar las tecnologías de una manera optimista y positiva.

Parte importante de la naturaleza humana es la libertad, hoy muy cuestionada por un buen número de neurocientíficos. Dicen que es una ilusión.

Las neurociencias no conducen necesariamente a una negación de la libertad humana. Habría que proceder al revés en este asunto. Es decir, la libertad humana es algo bastante obvio, una experiencia de la cual participamos todos, a diario. Sabemos que somos libres, por un lado, y que esa libertad no es absoluta. Notamos el peso, la gravedad, el hambre, el frío, y esas cosas nos limitan. Que seamos dependientes los unos de los otros, desde pequeños, también limita nuestra autonomía. Todo eso son restricciones a la autonomía humana. Y tenemos tanta experiencia de esas restricciones como de nuestra propia libertad.

Con todo, esas constricciones nos dan ciertos márgenes de libertad. Es más, lo que nos constriñe es al mismo tiempo lo que nos habilita. Gracias a que sentimos la fuerza de la gravedad podemos apoyarnos en el suelo y caminar, gracias a que sentimos frío y hambre podemos hacer ciertas cosas, gracias a que dependemos los unos de los otros podemos obrar, operar en el mundo. Que no tengamos una explicación científica sobre la libertad no debería llevarnos a negar esa experiencia, sino a buscar una explicación mejor.

Hoy quizás se atiende sólo a la idea liberal de libertad, que conduce a una moral concreta: hacer lo que a uno le plazca mientras no se haga daño a otro. Pero ese principio lleva a justificar, por ejemplo, la eutanasia o los vientres de alquiler, actos que erosionan de forma evidente la dignidad humana, según la Iglesia. ¿Qué idea de la libertad responde mejor a nuestra naturaleza?

Si lo miramos con perspectiva histórica, hay muchos autores que caracterizan la modernidad como una búsqueda de la autonomía, ésta era el valor máximo. Autonomía del sujeto respecto de los demás; de una nación respecto de otras; también entre los distintos ámbitos de la esfera del conocimiento, y, así, la ciencia tenía que ser autónoma respecto de la ética, etc. Y este movimiento hacia una mayor autonomía en todos los ámbitos y en especial, la del sujeto, ha de ser considerado como muy positivo y exitoso. Tanto que, en cierta medida, se ha pasado de rosca.

No sólo se ha funcionado de modo autónomo, sino que nos hemos puesto de espaldas los unos respecto de los otros. Entonces, la tarea posmoderna consiste en reequilibrar las cosas: proteger los márgenes de autonomía surgidos durante la modernidad, pero poniendo sobre la mesa la condición dependiente del ser humano, pues la insistencia sólo en la autonomía conduce a la ignorancia y la hostilidad mutua.

¿Es un equilibrio difícil?

Desde luego, buscarlo es más difícil que poner todo el peso en un lado de la balanza y considerar que el ser humano es directamente autónomo, que cada uno de nosotros puede hacer exactamente lo que le dé la gana porque ni tenemos una naturaleza común, ni recibimos don alguno que agradecer, etc. Es más fácil exagerar ese polo que ir tras equilibrios que mantengan una razonable aspiración a la autonomía junto a un reconocimiento de la dependencia.

¿En qué se traduciría esa tarea?

En que la mutua dependencia es una característica de la naturaleza humana y que, reconociéndola, nos damos cuenta de que una persona no es menos humana por ser dependiente. Basta fijarse un poco en uno mismo para constatar la cantidad de nexos de dependencia que tenemos respecto del resto de las personas. Desde nuestro estado fetal hasta que tenemos ochenta años. ¿Qué nos ocurre cuando estamos enfermos, por ejemplo, cuando nos ingresan en un hospital? Alasdair MacIntyre, un filósofo inglés recientemente fallecido, hablaba del ser humano como un «animal racional dependiente».

Es de suponer que todas estas reflexiones entrarían dentro de esa necesaria discusión previa al uso de las TIC. En educación especialmente, ¿no es cierto?

Así es, y, de nuevo, nos hallamos ante una cuestión de equilibrios. En las circunstancias actuales, ¿cómo integrar, con sentido, las tecnologías en la actividad educativa? Es decir, que cada herramienta que empleemos tenga un por qué y un para qué, que su uso no sea un mero ejercicio de exhibición del último gadget a la venta. El modo de darle un sentido tiene que ver con la reflexión acerca de lo humano. ¿En qué consiste la felicidad de la persona? ¿Cómo hay que formarla?

En ese sentido, aplaudo el movimiento para despantallizar (sic) la educación. Los niños ya sufren excesivamente la presencia de móviles y tabletas en su casa, a veces desde bebés. Por lo menos, que la escuela sea un ámbito protegido, donde el uso de lo digital y de las pantallas esté medido e integrado con una orientación clara.

Responda, por favor, a la pregunta que ha hecho usted mismo, ¿cómo formar a personas felices?

Para empezar, es importante subrayar que el ser humano precisa de muchas capacidades, no sólo porque sean útiles en la vida, sino porque la constituyen y forman parte de su felicidad. Uno se siente mejor si es capaz de calcular, orientarse en el espacio, leer y escribir, hablar cara a cara con otra persona… Una de las maneras de compaginar tecnologías que nos facilitan esas funciones y nos sustituyen en algunas de ellas son las prácticas de silencio tecnológico. Es decir, pongamos algunas tecnologías entre paréntesis temporalmente, tanto en la educación como en otros ámbitos.

La escuela es un territorio adecuadísimo para pautar esas prácticas de silencios tecnológicos. Por ejemplo, de vez en cuando digo en mis clases: «Hoy vamos a seguir el método didáctico de no utilizar PowerPoint». Lo mismo se puede hacer con la telefonía móvil, las redes sociales, con cualquier tipo de tecnología. Esos silencios nos permiten volver a utilizar estas herramientas de otra manera. Más reflexiva, desasida, distante, serena. Y así aprendemos para qué queremos tal o cual dispositivo. Utilicemos las tecnologías sin que nos atrapen y nos esclavicen, siendo capaces de distanciarnos de ellas para poder ponerlas al servicio de lo que realmente queremos.

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