Eric Duván Barbosa Amaya fue el mejor promedio de su generación en la Maestría en Historia de El Colegio de San Luis (2023-2025) y fue el responsable de pronunciar el discurso a nombre de sus compañeros del posgrado. Las emotivas palabras de este estudiante colombiano, conmovieron a más de uno durante la ceremonia de egreso que se vivió el pasado 13 de junio. Te compartimos aquí su discurso y te dejamos al final, el video de la ceremonia en nuestro canal de YOUTUBE

Discurso para la ceremonia de egreso, 13-06-2025.
Por: Eric Duván Barbosa Amaya
México, te quiero.
Respetados integrantes del presídium, graduandos de la Maestría en Historia, de la Maestría en Gestión Sustentable del Agua, familias, amigos y amigas reciban por favor mi alegre y amistoso saludo cordial.
Quisiera comenzar estas palabras haciendo una confesión personal: mi amor por México fue un sentimiento que despertó a primera vista. Solo me bastó con sobrevolar el territorio de esta hermosa nación para darme cuenta que había quedado profundamente enamorado… enamorado de sus entrañables tierras tan saturadas de diversidad natural y cultural… enamorado de sus gentes, que tan solo con un gesto son capaces de hacerte sentir abrigado y en casa… y enamorado de su profundidad y conciencia histórica, que tiene la virtud de extender sus brazos por miles de kilómetros hasta brindarle buena parte de su identidad a todo un subcontinente; a nuestra América Latina, que es tan extraordinaria, bella, seductora y exótica, pero también violenta, injusta y desigual.

Sin lugar a dudas, México ha desempeñado un papel capital en la construcción de los sentimientos de hermandad y unidad latinoamericana. Ha sido un faro en el horizonte, un ejemplo a seguir y a no seguir, -también hay que decirlo-, pero en todo caso un ejemplo que marca pautas y delinea acontecimientos. Sin ánimos de exagerar, me parece que, desde los procesos de construcción de nación, no ha existido ninguna idea o pensamiento que hayamos tenido los demás Hispanoamericanos y que en México no hubieran sido antes una realidad. Mientras que en países como Colombia, Argentina o Paraguay se consideró establecer monarquías, México tuvo dos imperios durante el siglo XIX; mientras las cuestiones de la justicia social comenzaron a posicionarse en la escena política de los años 1930 en América Latina, en México ya se había atravesado por una revolución y se había buscado incluir a las masas campesinas y trabajadoras en una constitución nacional (1917). Y ahora, en la actualidad, México se ha robado nuestra atención y asombro por sus innovadoras iniciativas judiciales, esperemos a ver cómo le va.
Es por este tipo de cosas que, en efecto, quiero a México y me pregunto ¿cómo no quererlo si ha estado allí haciendo, agitando y moviendo la historia hasta demostrar que otros mundos sí son posibles? ¿Cómo no querer a este país si sus intelectuales han sido de inspiración y sus representantes, los que andan por aquí y por allá, han conectado regiones dispersas y transmitido su humanismo, su calidez y su pasión? En honor a la verdad, siento a México como una suerte de hermano mayor para América Latina, aquel que la riega dentro de una dinámica de ensayo y error, pero que también abre nuevos caminos, nuevas esperanzas y que facilita las cosas para los demás al tiempo que ilustra, lidera y cuida. ¿Cómo no querer a México si es tan mágico y especial?
Sin embargo, mi cariño por México no solo es un sentimiento espontáneo, que surgió de la nada, también es una sensación que está basada en un enorme agradecimiento; tiene que ver con que esta nación llegó en el momento preciso a mi vida para cambiarlo todo. Al respecto, debo aclarar que provengo del país de la realidad con la magia fusionadas; de las montañas, las llanuras y los ríos abundantes, dulces y multicolor; de la primavera inmarcesible, las aves y flores esplendorosas; y de la materialización física de la belleza. Vengo de Colombia, la tierra de las mujeres hermosas, inteligentes y luchadoras, siendo la primera de ellas Rocío Amaya Casasbuenas, mi mamá, quien con su gracia, valentía y audacia siempre me ha apoyado en mis sueños y ha hecho todo lo humanamente posible para hacerlos realidad -su aura es tan impresionante que hasta su nombre acaba de ser pronunciado en un discurso en México, y de eso no muchas otras colombianas se pueden enorgullecer-.
También, vengo de la tierra de los hombres trabajadores, carismáticos y sagaces, siendo el primero de ellos Fernando Barbosa Díaz, mi papá, quien ha sido capaz de atravesar tormentas, franquear cordilleras y cruzar desiertos para que mis hermanos y yo siempre tuviéramos un plato de comida sobre la mesa -su presencia es tan imponente que hasta su nombre acaba de ser pronunciado en México, y de eso no muchos colombianos pueden alardear-. A ellos dos, todo mi cariño, respeto, agradecimiento y admiración. Hubiera querido estar más tiempo a su lado y acompañarlos en las batallas diarias que implica la cotidianidad colombiana…
Pero también provengo de la tierra del olvido… Del rincón del mundo en el que las aguas cristalinas de los páramos se han entremezclado con el carmesí vibrante de la sangre. Vengo del país de las parentelas mutiladas por la violencia, de los difuntos y desaparecidos sin nombre y de las historias de miedo que nos desgarran el corazón. Soy de una patria pasmada por los escalofríos de la muerte y que trasiega por los senderos del horror; senderos por los que -tristemente- muchos mexicanos insisten en transitar, pese a las lecciones y lágrimas que se advierten desde el sur. Soy de la Colombia de la injusticia, de las oligarquías macabras, de los enfrentamientos fratricidas, de la criminalización y marginalización al pensamiento crítico, y de la renuncia constante a la fraternidad y la justicia social. Vengo desde el país en el que poderes soterrados bregan por robarle la identidad a su gente y el futuro a sus jóvenes, a quienes -al parecer- quieren romperles sus esperanzas y no ofrecerles más destinos que el desasosiego, la exclusión, la violencia y la soledad.
Para ser franco, durante los años previos al 2023, Colombia se había convertido para mí en el país del no, en la tierra del nunca jamás. No existía proyecto o iniciativa o aspiración que surgiera desde mi mente y que de inmediato encontrara cientos de talanqueras. Al parecer, solo se me ofrecía prosperar si aceptaba la corrupción y la renuncia a la ética ¿Será que en todas partes es así para los profesionales en las ciencias humanas? No lo se. Quizá. Pero me niego a creerlo. En todo caso, después de tocar a muchas puertas y de recibir a cada paso incontables negativas, en mis pensamientos y en mi alma comenzó a palpitar una desgarradora sensación: tomó fuerza la idea de que yo -Eric Barbosa- era sencillamente invisible, insignificante, y que sobraba en este mundo… Sentí que no había lugar en este sistema feudocapitalista -si me permiten el oxímoron- para que una persona aspirara a contribuir a su sociedad desde las trincheras de la Historia. En cierto sentido, por momentos me creí el cuento de que no era alguien necesario para nadie y que no tenía sentido remar a contracorriente…
Fue entonces cuando algo cambió. En ese preciso instante, México apareció en mi vida como una bendición salvadora y representado en El Colegio de San Luis. En una época en la que mi existencia se caracterizó por la desesperanza y la frustración, El Colsan se tradujo en un soplo de vida y de dignidad para mi ser. De hecho, quizá él no lo haya concebido así, pero desde que el Dr. Luis Ángel Mezeta Canul se atrevió a creer, confiar y acompañar mi proyecto de investigación, incluso sin conocerme, tácitamente me envió el mensaje de que yo no era invisible y que mis sueños y objetivos sí podrían llegar a buen puerto. Por ello le agradezco infinitamente. Y desde que la Dra. María Isabel Monroy me notificó que había sido admitido en la Maestría de Historia, y estuvo atenta -como lo sigue estando todavía- a todo mi camino hasta que mis pasos se posaron en este otrora “Gran tunal”, sentí como si en el fondo ella me dijera: “Te queremos aquí, te necesitamos aquí y, sencillamente, en este mundo no sobras”. Tan solo con ese detalle -real e imaginado- la esquiva dignidad volvió a mi cuerpo y se abrió un horizonte cargado de posibilidades. Por ello, también todo mi respeto y agradecimientos para ella. Mil gracias por su incansable labor, pertinaz esmero y por la protección hacia nosotros los estudiantes, en especial, los que venimos y estamos lejos de casa.
Y entonces, por paradójico que pareciera, el semi-desierto que era mi existencia comenzó a reverdecer cuando llegué a San Luis Potosí; esta magnífica ciudad tan forjada por la historia y en la que hasta la emperatriz Carlota todavía se aparece desnuda y fantasmal en el Palacio de Gobierno… Sencillamente, mi vida comenzó a ser más feliz… y esa felicidad se hizo mayor cuando entré a estos edificios con paredes de melocotón y terracota. Aquí, desde el principio pude notar que el sino de El Colegio de San Luis era justamente la dignidad… la dignidad para el trabajo investigativo de la Ciencias Sociales, y el reconocimiento a los aportes que pueden brindar las juventudes para la comprensión de la realidad social. Se que otras personas han tenido otras experiencias, las cuales no pretendo desconocer, pero en mi caso personal, El Colsan significó por fin libertad y despliegue de pensamiento. Además, personas como Violeta, Viridiana, Narda, Araceli o Melissa -así como todo el personal de trabajo de la institución, en todas sus áreas- han estado allí para remover los obstáculos y permitirnos a nosotros los estudiantes alcanzar nuestras metas. De manera que, en este establecimiento, por lo general, los límites están en uno mismo y siempre es válido soñar y superarse.
Entonces, cómo no querer a México -y al Colegio de San Luis, añado- si me están prestando todas las facilidades para acercarme a cumplir mi sueño profesional más importante: ser un buen historiador ¿Cómo no agradecerle a México si me está demostrando que la Historia es una actividad profesional decorosa, y que existen manos amigas y dispuestas a apoyar su realización? Por lo pronto, no me ha quedado de otra que demostrar mi más profundo agradecimiento sino mediante el esfuerzo y la consagración por aprender mucho; por elaborar un trabajo honesto y por entregar todas mis neuronas al estudio decidido de los problemas del antes y el ahora. Espero no haberles decepcionado y demostrado que en verdad vale la pena que México siga abriendo sus brazos para recibir y reparar los anhelos rotos que provienen desde el exterior…
Y es que en México sí que se aprende demasiado. Han hecho una muy buena tradición académica que merece ser compartida. En mi caso, verbigracia, aprendí mucho en las clases de la Dra. Norma Macías, del Dr. Sergio Cañedo y del Dr. Moisés Gámez; adquirí nuevas proyecciones con las lecturas y exposiciones del Dr. José Alfredo Rangel y la Dra. Luz Carregha; y conocí nuevos horizontes cuando estuve andaregueando por las calles de la ciudad con mi entrañable Laura Carolina Cruz. Pero, por sobre todo, he aprendido de mis amigos y amigas de la generación 13 que se hoy gradúa el día 13, pues, como diría uno de ellos: la vida me premió con unos compañeros bien chingones que también se la rifaron ¿Eso se puede decir en un discurso de graduación de Maestría? Bueno: ya lo dicho, dicho está. En todo caso, nos felicito un montón y deseo mayores cosechas para nuestro futuro profesional.
Y es que mis compañeros sí se la rifaron -sea lo que sea que eso signifique- al tiempo que me ilustraron mucho. En mi equipaje vital y mental siempre llevaré las invaluables enseñanzas de cada uno de ellos. De mi compañera Celeste me llevo el valor de la amistad y la responsabilidad social para brindarle voz a quienes han sido silenciados. De Diana acojo la importancia de la ecuanimidad, la mesura y la meditación para abordar los problemas históricos y aquellos de la vida diaria. De Jorge aprehendo la precisión, la finura y la atención a los significados ocultos u olvidados de las palabras. De Rubén asimilo la perseverancia, el esfuerzo y el amor incondicional por la matria; esté donde se esté. De Edén cultivo la rebeldía, la intrepidez y la importancia de romper con esquemas caducos. De Marco me llevo la disciplina y la dedicación al tiempo que la alegría, pues nadie como él enseña que el trabajo del historiador se realiza mejor si la seriedad del análisis se acompaña con una sonrisa. Y Adrián me dejó, finalmente, su insaciable sed por el conocimiento en sus distintas ramificaciones, pues, según demostró en incontables ocasiones, con ella se pueden descubrir relaciones y problemáticas nunca antes vistas.

Gracias a todo lo que me enseñó la generación 13, y todos aquellos que he mencionado, me siento con mejores herramientas para mirar a Colombia de frente, y decirle que, si a México lo quiero y le agradezco, a ella la amo. Y, aunque me dolió que me alejara -más por obligación que por decisión- de Rocío y Fernando; de mis hermanos Carlos, Iván y Vivian, quienes siempre me han protegido y han caminado a mi lado -y que también tienen nombres importantes como para mencionarlos en México-; y de mi amada perrita Lluvia, que hace cuatro días falleció sin que yo pudiera darle un último abrazo y agradecerle por su vida-; hoy estoy aquí, dispuesto a cantarle sus verdades, por parciales, momentáneas o históricamente condicionadas que sean. Hoy estoy aquí para recordarle a Colombia que nadie en esta vida sobra, ni es invisible o innecesario. Mucho menos sus juventudes tan cargadas de sueños y expectativas, y que hasta el presente siguen luchando y combatiendo por mantener viva nuestra memoria colectiva. Hoy estoy aquí para expresarle a mi país que fortalecer críticamente nuestra identidad es el mejor antídoto contra las arbitrariedades y que la conciencia histórica es la mejor fórmula para desarrollar la empatía. Y hoy estoy aquí para advertirle que -como México me lo demostró contrariando a Gabriel García Márquez-, las estirpes condenadas a cien años de soledad sí merecen una segunda oportunidad sobre esta tierra…

Finalmente, vuelvo mi atención a ustedes, “mexicanas y mexicanos al grito de guerra”. Primero, para reconocerlos por las generaciones y generaciones de latinoamericanos que se han formado en sus aulas. Gracias a sus esfuerzos, bondad y apertura, muchos se han realizado intelectualmente y han regresado a sus terruños para contribuir a hacerlos un lugar mejor y más sabio. Y, en segunda instancia, para reiterarles sin cesar mi cariño y agradecimiento personal. Gracias por tenderme la mano cuando más lo necesitaba, por regalarme un horizonte cuando el mío se veía oscuro, y por recordarme que sí vale la pena luchar por nuestros objetivos. Me voy -o me quedo un ratito más, si me aceptan para un doctorado- con la certeza de que este país no solo me abrió sus puertas, sino también su corazón. Y si algún día tengo la posibilidad de devolverle a México una mínima parte de todo lo que me ha dado sin conocerme -siendo un extranjero- lo haré sin pensarlo dos veces; con toda mi abnegación, con toda la pasión y con toda la rigurosidad de mi oficio como historiador. Porque a México no solo lo admiro; lo quiero con el alma. Y lo recordaré por siempre como el lugar donde una vida fragmentada se empezó a reconstruir.
Gracias, México. De todo corazón… He dicho.