Ana María Crespo y John Mather han dejado una huella indeleble en sus campos. Crespo, pionera en el estudio de la simbiosis de los líquenes, ha reivindicado una ciencia paciente, atenta a lo invisible y profundamente humana. Mather, premio nobel de Física, ha liderado descubrimientos que han redefinido la comprensión del cosmos y hoy continúa al frente de algunos de los proyectos más ambiciosos de la NASA, como el Telescopio Espacial James Webb.
Con motivo de esta distinción académica, hemos conversado con ambos sobre ciencia, vocación, universidad pública y el sentido profundo de mirar lo que siempre ha estado ahí. Desde las raíces hasta las estrellas, sus historias nos recuerdan que investigar es, sobre todo, una forma de estar en el mundo.
Tirar del hilo: la ciencia como forma de vida
Hay trayectorias científicas que, más allá de sus hallazgos, narran una historia de vocación, identidad y regreso. La de Ana María Crespo de las Casas es una de ellas. Bióloga de referencia internacional, primera mujer en presidir la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España, y especialista en un mundo microscópico que muy pocos conocen, pero del que todos dependemos: el de los líquenes. Su historia con la Universidad de La Laguna cierra simbólicamente un círculo con su investidura como doctora honoris causa, un reconocimiento que conecta con aquel momento en que, siendo apenas una adolescente tinerfeña, tuvo que marcharse a Madrid para estudiar Biología, una carrera que entonces no existía en su isla.
La suya es una historia de ciencia, sí, pero también de afectos. De una infancia marcada por la admiración hacia un abuelo científico, de una vocación que se fue gestando en lo cotidiano y de una mirada que desde muy pronto se fijó en lo pequeño, en lo aparentemente insignificante. Crespo siempre se sintió atraída por el detalle: los insectos del jardín, los hilos del bordado de su abuela, la textura de la corteza de un árbol. Todo eso la condujo, sin saberlo, hacia un campo de estudio que exige paciencia, precisión y una sensibilidad poco común para descubrir universos donde otros solo ven manchas.
De niña, Ana miraba de reojo el edificio de la Universidad de La Laguna. Le imponía. Le fascinaba. Aquel edificio, que solo podía imaginar por dentro, se convirtió para ella en símbolo de algo más grande: el saber, el porvenir, la posibilidad. La ciencia ha sido para ella un hilo fino e invisible, que comenzó a seguir desde muy temprano. Desde esos primeros gestos de curiosidad, ha seguido ese hilo con constancia, tejiendo con él una vida entera dedicada a observar, pensar y compartir.
El asombro por el mundo natural despertó en ella desde muy pronto. “Debió ser por culpa de mi abuelo”, admite, evocando a la figura que le inculcó el valor del conocimiento. Con siete u ocho años, ya se perdía en divagaciones sobre Marte y otras ideas “bastante estrambóticas”, recuerda riendo. Observaba, leía, imaginaba. Desde las piedras del camino hasta las estrellas, todo podía suscitar sus preguntas. Aquella niña inquieta sentía que el mundo le susurraba misterios al oído, y ella quería escucharlos todos.
Creció rodeada de estímulos intelectuales y afectivos. En su familia, el estudio y la curiosidad eran parte natural de la vida cotidiana: su madre había estudiado en La Laguna, su hermana también seguiría esos pasos. Los libros, las conversaciones en casa, el ejemplo de sus mayores, todo abonaba el terreno para que la ciencia echara raíces en ella. Aunque al acabar el colegio aún barajaba posibilidades. Le atraía la arquitectura —“me sigue encantando”— y pensó en dedicarse a ella. Pero en el curso preuniversitario ocurrió algo determinante: las clases de biología encendieron una chispa nueva. La vida que palpitaba en lo diminuto, en lo invisible, empezó a tirar de su hilo interno con más fuerza que los planos o las estructuras. Ana sintió que aquella era su senda. Y decidió seguirla.
Estudiar Biología implicaba marcharse a la Península. A finales de los años sesenta, la Universidad de La Laguna no ofrecía esa carrera. Para una joven de 17 años, abandonar la isla no era una decisión menor. Con una maleta cargada de ilusión, partió rumbo a Madrid. La emoción inicial dio paso pronto al vértigo. “La ruptura, al marcharme, fue terrible”, confiesa. La joven que ansiaba conocer otros horizontes descubrió también el peso del desarraigo y el dolor agudo de la nostalgia.
Pese a todo, esos lazos nunca llegaron a romperse. Ana volvía a Tenerife en cuanto el calendario le permitía. Necesitaba el abrazo del Atlántico, la voz de sus padres, las conversaciones con sus hermanos. “Me siento absolutamente de aquí”, afirma. Con el tiempo entendió que “la patria es la infancia” –y también, dice, la adolescencia. Durante muchos años, casa fue la de sus padres, luego la de su hermana. Solo cuando fue madre comenzó a sentir que su centro gravitaba en otro lugar: “Mi casa es donde está mi hijo”. Pero siempre supo que una parte de ella permanecía anclada en Canarias.
Con ese arraigo sereno, Ana se abrió paso en un mundo que apenas contaba con mujeres en las aulas de ciencias. Si había prejuicios o techos de cristal, ella optó por seguir adelante. “No me planteaba otra cosa: si otro puede, yo también”, resume con sencillez. Claro que notó la condescendencia, las miradas que desalentaban. “Todas las niñas la notábamos, y la notan”, asegura. Pero no dejó que la frenaran. Unas veces enfrentó los obstáculos directamente; otras, los esquivó. Lo importante era no detenerse.
A esa determinación se sumó una sólida trayectoria investigadora reconocida tanto dentro como fuera de España. Ana Crespo ha publicado más de 200 trabajos científicos, más de 150 de ellos en revistas internacionales de impacto, y ha dirigido 13 tesis doctorales. Cuenta con cinco sexenios de investigación reconocidos, el último concedido en 2012. Su índice h —que mide el impacto de sus publicaciones— alcanza valores destacados en las principales bases científicas, y su figura ha sido clave en la formación de nuevas generaciones de especialistas en botánica y micología. Sus aportaciones han sido esenciales para redefinir conceptos taxonómicos en el estudio de los líquenes, incorporando técnicas moleculares y genéticas en el análisis evolutivo de estos organismos simbióticos.
Décadas después, en 2024 se convirtió en la primera mujer en presidir la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España, de la que era miembro numerario desde 2010.. Cuando recibió la designación, sintió orgullo y emoción. “Piensas en tus padres”, dice conmovida. Le impactó que científicos de altísimo nivel confiaran en ella para liderar la institución. Y no olvida un detalle que la llena de orgullo isleño: antes que ella, solo otro canario –el físico Blas Cabrera Felipe– había presidido la Academia. Su nombre se suma así al de una de las mentes más brillantes del siglo XX en España.
Su forma de entender la ciencia ha estado siempre ligada a la paciencia, la pasión y el asombro. Pasó décadas estudiando organismos minúsculos pero vitales. Donde otros veían una roca, ella descubría un ecosistema. “La observación tiene algo extraordinario”, explica. Cuanto más sabes, más disfrutas. En sus salidas de campo, compartidas con su hijo y su marido, vivía cada paseo como una inmersión en lo invisible. “Conocer es aumentar la capacidad de admirar”, afirma. Y esa capacidad no ha hecho más que crecer.
Pero no basta con observar. La ciencia exige también preguntar, errar, volver a intentar. Ana siente un profundo amor por la investigación, por ese proceso casi detectivesco de seguir una pista hasta desvelar un hallazgo. “Donde he disfrutado más es en la investigación, en seguir un hilo”, asegura con una sonrisa que ilumina su rostro. Tirar de ese hilo implica avanzar a ciegas muchas veces, tropezar –“te das tortas y te equivocas”, admite encogiéndose de hombros–, pero también volver a levantarse con más preguntas. Le apasiona ese camino lleno de incógnitas. Una pasión que la acompaña desde sus inicios.
Junto a la investigación, la docencia ha sido otra de sus grandes vocaciones. Enseñar y descubrir, en su caso, han ido siempre de la mano. Durante años fue profesora además de investigadora, y halló en las aulas otra fuente de sentido. Le cuesta decidir qué le ha dado más satisfacción: una clase bien dada o un descubrimiento inesperado. “Enseguida que algo sale, se lo quieres contar a los demás”, comenta riendo, con esa generosidad natural de quien disfruta compartiendo el conocimiento.
En su experiencia, el aula y el laboratorio se retroalimentan. Las preguntas del alumnado abren líneas de investigación insospechadas; los hallazgos en el laboratorio inspiran nuevas explicaciones en clase. Los roles de maestro y aprendiz, dice, se diluyen. “Van cambiando todo el tiempo”. La ciencia actual es, más que nunca, trabajo en equipo. Lejos quedó la figura del sabio solitario. Esa red de mentes interconectadas le parece uno de los cambios más positivos que ha visto en el mundo científico: una apertura y un respeto mayores entre colegas, donde cada idea –venga de un profesor eminente o de un estudiante novato– es escuchada por su valor. “Una idea es igualmente respetable venga de quien venga”, subraya. La experiencia dirá cuáles prosperan, pero todas merecen ser escuchadas.
Este clima de respeto lo considera esencial. Por eso se aleja de entornos donde falta la humildad para reconocer el mérito ajeno. Para ella, la ciencia no es un ejercicio de lucimiento personal, sino un proyecto colectivo. Un diálogo que exige apertura, generosidad y conciencia de equipo. Esa forma colaborativa de entender el conocimiento ha guiado toda su carrera. La relevancia de su trabajo ha sido ampliamente reconocida: ha recibido distinciones como la Medalla Acharius de la Asociación Internacional de Liquenología, el Premio Charter 100 por su defensa del conocimiento científico con perspectiva femenina, y la Medalla de Honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Además, su legado ha quedado inmortalizado en la nomenclatura científica: siete especies, un subgénero y dos géneros de líquenes han sido nombrados en su honor, reflejo de su impacto internacional en la botánica evolutiva.
Por eso, recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de La Laguna trasciende para ella lo académico. Es un regreso lleno de sentido: volver, desde la madurez y el recorrido, a la institución que durante años fue símbolo de aspiración y posibilidad. Aquella joven que cruzaba la plaza y miraba con anhelo la fachada del Edificio Central es hoy una científica consagrada que no olvida de dónde viene ni lo que representa esa universidad en el mapa emocional y social de Canarias.
“Las universidades tienen que ser buenas, pero claro, las públicas tienen un sentido especial”, afirma con convicción. Más aún en lugares históricamente alejados de los centros de decisión, como Canarias. La Universidad de La Laguna ha sido un auténtico ascensor social. Por sus aulas han pasado generaciones que encontraron en ella una vía de transformación no solo profesional, sino también cívica y cultural.
Crespo lo dice con claridad: la universidad pública debe cuidarse. No por nostalgia, sino por justicia intergeneracional. Porque su historia está hecha de muchas otras: la de docentes que creyeron en su vocación, la de familias que apostaron por la educación como legado, la de estudiantes que abrieron camino donde no lo había.
Su trayectoria lo demuestra: el conocimiento no es un destino, sino un viaje compartido. El suyo ha estado guiado por la curiosidad, la constancia y el compromiso con lo común. Hoy, ese hilo invisible que comenzó a seguir de niña se anuda con fuerza en su tierra. Y queda tendido, firme, para que otras manos sigan tejiendo en él futuro.
Esfuerzo para entender el origen y la vida en el universo
La ciencia no persigue un camino lineal ni determinado, los descubrimientos se componen de múltiples miradas que pueden estar analizando el mismo evento en simultáneo. John Mather le suma a ello la lente de la causalidad: le aconsejaron que, si no era rico, no se dedicara a la física teórica. Los efectos de seguir esta recomendación marcaron un hito en la historia científica, tras el término con éxito de la construcción del Explorador del Fondo Cósmico en 1989.
Con los datos obtenidos de este satélite espacial, se confirmó la teoría de expansión del universo desde el Big Bang. Siendo su primer proyecto profesional importante, este gran hallazgo cosmológico le valió a Mather, junto a su compañero George Smoot, el Premio Nobel de Física en 2006. En el presente, la Universidad de La Laguna ha premiado con un doctorado honoris causa sus vitales contribuciones en el avance del conocimiento del espacio.
El astrofísico estadounidense recuerda cómo su atracción por el estudio de la radiación cósmica de fondo, el calor que surgió en esos primeros segundos de vida del universo, no fue inmediata. Había sido descubierta por Arno Penzias y Robert Wilson en 1965, mientras él estudiaba Física en la Universidad de Swarthmore, en Pensilvania. Así que había oído hablar de ella y había leído acerca de la expansión del universo en este período.
Más tarde, realizando el posgrado en la Universidad de Berkeley, eligió entre los programas de doctorado disponibles un proyecto para medir esta radiación inicial con instrumentos en tierra. Entonces, el equipo con el que investigaba comenzó a construir un aparato para lanzar un globo piloto a 40 kilómetros hacia el espacio para obtener mejores mediciones. Este experimento, aunque no funcionó, fue el que ocupó su tesis. A pesar de ello, lo contrataron en la NASA y aprendió del fracaso para proponer en 1974 algo mucho más ambicioso ya como proyecto de satélite: el Explorador del Fondo Cósmico (COBE, de las iniciales en inglés).
Dada su escasa experiencia en esa época, este éxito parecía un tanto aleatorio, pero estuvo rodeado todo el tiempo de especialistas que “sabían en aquel momento que era un proyecto de investigación muy valioso, solo que no sabíamos cómo hacerlo, al principio”, admite con humildad el cosmólogo, quien vive cada nueva búsqueda como una aventura del conocimiento. Así, cada descubrimiento a su paso lo define como una “sorpresa”.
Esta visita a las Islas no ha sido la primera, impartió una conferencia durante la segunda edición del Festival Internacional Starmus en 2014, en la que coincidió con otros premios Nobel de Física, el célebre astrofísico Stephen Hawking y renombrados astronautas, y repitió el mismo papel en el Starmus VII en La Palma, a comienzos de este mes de mayo. A pesar de no conocer en detalle el trabajo que se realiza en astronomía desde la Universidad de La Laguna y el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), señala que “hay un equipo muy potente aquí” destinado a medir también la radiación espacial del fondo cósmico “incluso mejor” que él hizo en el pasado.
Mather expresa su admiración por el trabajo conjunto de los equipos de ingeniería y ciencia en la creación de importantes telescopios e instrumentos, tanto en Izaña como en el Roque de los Muchachos, donde reside el Gran Telescopio de Canarias. “Los volcanes nos dan el lugar idóneo para poner un gran telescopio, sobre buena parte de la atmósfera de la Tierra, sobre las nubes y lo suficientemente alto para tener una vista clara”, explica. El cosmólogo subraya que las cumbres de Canarias son unos de los principales enclaves del mundo desde donde poder observar mejor el espacio.
Su vínculo más estrecho con el Archipiélago está muy conectado con el galardón académico: “Para mí, este doctorado honorífico es una celebración de la amistad con el doctor John Beckman”, manifiesta el experto, sobre el profesor emérito del IAC y quien ha sido su padrino del honoris causa. Ambos coincidieron en los primeros años de profesión y han sido amigos desde entonces. De hecho, Beckman le antecedió desde Oxford y trabajó en aquellos momentos en la propuesta de misiones satelitales, como Mather, “así que él podría haber llegado primero al descubrimiento”, confiesa. En otoño de 1984, mientras el investigador estadounidense veía avanzar la construcción de COBE, en el Observatorio del Teide arrancaba el experimento Tenerife, que contó con la participación del centro de investigación canario.
Mather se muestra emocionado de recibir esta distinción a su andadura. “Significa para mí que no solo hicimos un buen trabajo, sino que marcamos la diferencia para ustedes aquí, en la Universidad de La Laguna”. El astrofísico lo vivencia como una “celebración de la conexión mundial entre investigadores y la importancia de nuestro trabajo para todo el mundo”.
Le gusta recordar que, detrás del proyecto que lo encumbró con el Premio Nobel, estuvieron “1.500 personas (que) construyeron, operaron y analizaron los datos” y prosigue diciendo que “fue un reconocimiento para toda la gente implicada y dos de nosotros recogimos el premio”. En el momento del anuncio, supo de inmediato que su rol cambiaría mucho, en realidad, para siempre. “Me convertí en el portavoz en el mundo para nuestro proyecto”.
Para el investigador, no debió de ser ligero de llevar este enorme peso sobre sus hombros del que resultó ser el primer logro de su carrera. Sin embargo, desde el inicio, demostró poder estar a la altura de liderar lo que considera “una creación muy personal”. Siendo él mismo el científico principal del satélite COBE, participó en todo el análisis del equipamiento y todos los resultados científicos. “Fue muy emocionante para mí ver que algo que una idea propia se convirtiera en un satélite y se lanzara”, relata con entusiasmo.
Con ello, iniciaron un nuevo campo: “la era de la precisión en cosmología”, como indicó el Comité del Premio Nobel. Cuando analizaron las primeras medidas del satélite, pudieron desechar teorías y empezar a confeccionar lo que hoy llamamos el Modelo Estándar de Expansión del Universo. Estos datos de COBE permitieron calcular con extremada precisión numerosos misterios del cosmos. Hoy conocemos su temperatura, su edad, la velocidad a la que se expande, cuánta materia hay, cuánta de ella es materia ordinaria y materia oscura, así como la cantidad de energía oscura que existe.
Su pasión por hallar las respuestas a los enigmas más relevantes del universo, unida a su cuidado al detalle del rigor instrumental, llevaron a Mather a encabezar también el proyecto del Telescopio Espacial James Webb (JWST). Lanzado en la mañana del día de Navidad de 2021, tras 20 años de preparación, este instrumento es una ambiciosa iniciativa conjunta de la NASA, la Agencia Espacial Europea y la Agencia Espacial Canadiende en la que colaboran 18 países más.
Uno de sus principales objetivos ha sido observar algunos de los eventos y objetos más distantes del universo, como la formación de las primeras galaxias, fuera del alcance de los instrumentos terrestres y espaciales hasta entonces. Antes de ponerlo en funcionamiento, no sabían lo lejos que podrían llegar en el tiempo y el espacio. “Ahora hemos podido ver una galaxia que se formó 290 millones de años después del Big Bang, o la vemos como era en ese momento, quizás incluso se había formado antes de eso», infiere Mather. Y enuncia con admiración el hallazgo de que “las galaxias primitivas son más grandes, más brillantes y más calientes de lo que pensábamos que serían”.
Más cerca de “casa” y gracias a la tecnología de infrarrojo incorporada al telescopio, están estudiando la formación de estrellas y planetas, que nacen en nubes de polvo y gas, alcanzando a observar objetos más fríos de lo que se detecta en la luz visible. “Podemos ver objetos que son mucho más fríos que tú y yo”, revela el cosmólogo. También permite ver los escombros de estrellas que han explotado, que contienen los elementos químicos que nos rodean, como el carbono, el oxígeno o nitrógeno, al principio de la tabla periódica. “No estaríamos aquí sin ellos, así que tú y yo somos estrellas que explotaron”, sentencia Mather, mientras esboza una sonrisa.
Otro de los propósitos del JWST ha sido obtener imágenes directas de exoplanetas, –planetas alrededor de otras estrellas– y satélites en el sistema solar, con el interés de hallar vida en otros lugares del espacio. Para ello, se analiza la atmósfera de otros planetas, buscando restos de oxígeno, aunque su composición puede ser muy diferente a la de la Tierra. “Honestamente, no lo sabemos, parece que, o la vida nunca se dará, solo sucede exactamente aquí en la Tierra, o la vida ocurre en muchos lugares”, declara el científico.
Cabe destacar que astrofísicos de la Universidad de La Laguna y el Instituto Astrofísica de Canarias están utilizando este telescopio espacial para observar en diversos campos, como los ya mencionados y otros, como los agujeros negros supermasivos en los núcleos de las galaxias, las propiedades de las nebulosas planetarias o la física de los asteroides y otros cuerpos menores del sistema solar.
Actualmente, Mather sigue trabajando como astrofísico senior en el Centro Goddard de Vuelos Espaciales (GSFC) de la NASA en Maryland, enfrascado en un proyecto para construir una sombrilla espacial. Esta bloquearía la luz procedente de cada estrella que se estudie, para facilitar el análisis en detalle de los planetas que la rodean.
Los recortes presupuestarios para 2026 en las instituciones científicas y educativas estadounidenses marcan un futuro nebuloso para las iniciativas en marcha y futuras. John Mather mira al porvenir con esperanza, a pesar del momento político convulso en su país, en el que se seguirán tendiendo puentes entre la comunidad científica internacional. Así, mira con optimismo a las futuras generaciones de estudiantes de ciencia. “No todos nos convertiremos en investigadores científicos; ayudamos a construir proyectos de ingeniería, trabajamos en el sector financiero, hacemos todo tipo de cosas diferentes. Por eso, un estudiante con formación en investigación científica siempre tendrá trabajo”, sentencia el astrofísico.
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