Joan o Juan Pujol, como luego se le conoció, nació en Barcelona, España, en 1912 y vivió una vida llena de peripecias, que incluyeron un engaño al III Reich, una «muerte» y una nueva vida en un paraje improbable: Lagunillas, ciudad surgida al calor de la explotación petrolera en el Occidente de Venezuela.
Hasta 1936, su trayectoria no exhibía nada destacable: había estudiado avicultura, había hecho el servicio militar y poco más, pero el estallido de la guerra civil española (1936-1939) sirvió como sustrato para mostrar que no era un individuo corriente. Contra el espíritu de la época, optó por no sumarse a ninguno de los bandos y pagó su insubordinación con cárcel y clandestinidad.
«Al no incorporarme, me convertía en desertor. Tuve que ocultarme. Decidí quedarme de forma permanente en casa de mi novia, pero una noche poco antes de Navidad llegó una patrulla policial. Habíamos sido denunciados. El padre y el hermano de mi novia guardaban en un escondite secreto joyas y monedas de oro. Los tres fuimos arrestados», relató en sus memorias. Milagrosamente, logró escapar, pero tuvo que ocultarse otra vez. Se jugaba el cuello por primera vez. No sería la última.
Su naturaleza dual salió a flote en 1938, cuando decidió sumarse a las filas republicanas con la idea de desertar hacia el bando nacional, donde, pensaba, tenía más probabilidades de sobrevivir a la contienda. «Mirando las cosas retrospectivamente, jamás volvería a afrontar un riesgo tan grande. Pasar de las líneas republicanas a las nacionales fue el mayor acto de locura que haya cometido jamás», valoraría después.

Llegó el fin de la guerra en España y casi al unísono, estalló la II Guerra Mundial. La vida cotidiana en el complejo escenario posbélico español era desafiante. Pese a ello, en 1941 contrajo matrimonio con Araceli González Carballo, una mujer oriunda de Burgos con la que tuvo tres hijos: Juan, Jorge y María Eugenia.
Garbo, el espía
Pujol aseguraba que el horror desatado por Hitler y la máquina de matar nazi era tal, que se vio impelido a «hacer algo práctico» para contribuir al fin de un conflicto bélico que prometía ser largo y sangriento. Su primera opción fue acudir a la Embajada del Reino Unido en Madrid. Allí se negaron a escucharlo, pero él, lejos de darse por vencido, se arriesgaría a tocar la puerta de los adversarios a los que decía odiar para cumplir con su cometido.
«Para ofrecerme a los nazis, primero estudié su ideología. Luego llamé a la embajada alemana y pedí hablar con el agregado militar. Quería que con la máxima urgencia me pusieran en contacto con alguien a quien pudiera ofrecer mis servicios a la causa del Eje», abunda en su testimonio.
Su estratagema, basada en la posibilidad de conseguir información útil para la ‘Abwehr’ –el servicio de inteligencia de los nazis–, fingiendo ser un corresponsal de alguna publicación extranjera, fue el primer paso hacia su pretendida carrera de espía. El segundo fue salir de España, asentarse en Lisboa y conseguir un visado que le permitiera moverse libremente por toda Europa, una verdadera proeza en esos años.
La elección de la base de operaciones no fue al azar ni se debió especialmente a la relativa cercanía geográfica. En aquel tiempo, la capital portuguesa era el epicentro de las actividades de espionaje en toda Europa.
Con maniobras diversas, consiguió tanto falsificar visados como obtener uno legítimo de la cancillería española que lo habilitaba para transitar por toda el continente menos por Rusia y por toda América, exceptuando México.

Uno de los visados falsos le sirvió para convencer a un empleado de la legación diplomática alemana en Madrid de que le había sido encomendada una misión oficial en Londres. Entonces recibió un paquete de adminículos que debían serle útiles en sus actividades: un frasco de tinta invisible, algunos códigos secretos, tres mil dólares e instrucciones precisas acerca de la naturaleza de los informes que debía enviarle a los nazis.
De regreso a la capital portuguesa, trató en vano de contactar nuevamente a los británicos, pero solo obtuvo negativas. Le tocaba, pues, hacer por su cuenta todo el trabajo de espía contra la Alemania nazi bajo los auspicios de Berlín. Había nacido ‘Arabel’, el espía alemán.
Se puso manos a la obra. Hizo creer que ya se hallaba en el Reino Unido y mintió sobre el envío de una llave de seguridad a la Embajada alemana en Lisboa, con instrucciones de que fuera remitida a la sede diplomática del III Reich en Madrid. También inventó una historia sobre un piloto neerlandés que estuvo dispuesto a hacer los traslados y habló de su interés en asentarse en las cercanías del lago Windermere, en el centro de Inglaterra, dado que allí había un gran despliegue de tropas.
Sin salir de Portugal, Pujol dio rienda suelta a su máquina de producir informaciones falsas. En sucesivas comunicaciones, habló de contactos con agentes, de una oferta de trabajo en la BBC y de la captación de nuevo personal para la causa. Empero, su golpe de suerte habría de llegar con un reporte en el que afirmaba que un convoy de cinco barcos había partido del puerto de Liverpool rumbo a Malta.

La información, que había recibido de un marinero, si bien era inexacta, llamó la atención de los servicios de inteligencia británicos, que ataron cabos y creyeron que había un espía alemán en su territorio operando sin ninguna clase de control.
«Todo esto parece un cuento de hadas pero fue este tercer mensaje el que llevó a los británicos a aceptarme, y el que me permitió convertirme al mismo tiempo en el superespía alemán Arabel y en el contraespía Garbo, del MI5″, rememoraba Juan Pujol.
No obstante, su mayor hazaña llegaría años después, cuando fue capaz de engañar a los alemanes del punto donde tendría lugar el desembarco aliado en las costas francesas, una información sin dudas estratégica que escribiría su nombre en las páginas de la historia. Ajenos a la mentira, los alemanes le impusieron la Cruz de Hierro en 1944.
«Mi red tenía que suministrar con antelación a Hitler la siguiente información: el desembarco aliado se producirá por Pas de Calais, en la costa francesa más próxima al Reino Unido, e irá precedido de un amago de desembarco por Normandía que será una maniobra de diversión con cierto empaque», detalló Pujol en 1984 al diario español El País.

Del lado británico, el oficial Tomas Harris, de quien Pujol diría que era el cocreador del personaje de ‘Garbo’, le servía como enlace con el MI5. «En 1941, cuando los alemanes eran todopoderosos en España, la embajada británica en Madrid era apedreada, Francia se había derrumbado y la invasión alemana era inminente, pocos eran los alemanes que imaginaban que el español bajito y tímido que se les acercó ofreciéndose voluntario para ir a Londres a espiar para ellos acabaría siendo un agente británico», atestiguó en 1946.
Pero, sin dudas, lo que a sus ojos resultó todavía más increíble es que «la red que le ordenaron construir en el Reino Unido acabaría integrada por 27 personajes que no eran más que un producto de su imaginación«. Sus servicios fueron bien recompensados por la Corona, que le otorgó la Orden del Imperio Británico.
Una muerte, otra vida
Tras el fin de la guerra, ‘Garbo’ reconectó con los alemanes a los que había servido como falso informante. Londres le había dado una misión: infiltrarse en el servicio secreto soviético, aprovechando los reclutamientos que por entonces Moscú estaba haciendo en el Este alemán. El plan se tornó inviable y pronto soltó amarras para instalarse con su familia en Venezuela, donde nació su hija María Eugenia.
Sin embargo, la nueva vida no les fue fácil. Araceli tuvo problemas para adaptarse y terminó por marcharse. Mientras, ‘Garbo’ no quería dejar cabos sueltos de su pasado. Así, durante una visita a Mallorca, dio instrucciones a Thomas Harris –quien ya había publicado un libro de memorias– que le dijera a todo el que preguntara que había muerto.
«Me obedeció al pie de la letra, ya que después de la visita que le hice, el MI5 puso en circulación el rumor de que Garbo había emigrado a Angola, donde había muerto víctima de la malaria«, refirió.
Ajenos a toda esta historia estuvieron sus vecinos de Lagunillas, donde se instaló a finales de la década de 1940 con la fachada de comerciante. Regentó por décadas un pequeño negocio llamado ‘La casa del regalo’, donde vendía lápices, cuadernos, y material de oficina en general. ¿Sus clientes? Los hijos de los obreros, a los que ofrecía sus mercancías para pagarlas por cuotas.
Juan, como ahora se hacía llamar, le contó a los residentes de la pequeña ciudad petrolera que antes de ejercer como merchante, había trabajado para la Royal Dutch Shell como profesor de idiomas: le enseñaba español a los ingenieros de la compañía e inglés a los técnicos venezolanos.
No era una historia imposible. Para la época, la nación suramericana acogía a migrantes europeos que huían de la devastación y del horror de la guerra. Como tantísimos otros, Pujol echó raíces, se casó con una venezolana de nombre Cilia y tuvo tres hijos más: Juan Carlos, María Elena y Carlos Miguel.
Su vida transcurrió sin demasiados sobresaltos hasta 1984, cuando el escritor Nigel West dio con él. «Cuando menos lo esperaba, Nigel West logró romper la cobertura que había mantenido con tanto éxito, y encontró mi rastro después de una laboriosa búsqueda y una cuidadosa investigación. Pocos días antes del cuadragésimo aniversario del desembarco del día D, me telefoneó desde Londres. Dijo que estaba muy contento de hablar con la persona a la que todo el mundo creía muerta», contaba en sus memorias.
Se animó a hablar y el libro de West hizo el resto: se había convertido en una celebridad. En su paso por Europa recibió glorias y honores, la prensa venezolana reseñó su vida con profusión y pudo reencontrarse con sus tres hijos mayores, quienes compraron la historia de su muerte en Angola y pasaron décadas creyendo que se habían quedado huérfanos.
La muerte lo sorprendió en Caracas, capital de Venezuela, el 10 de octubre de 1988. Conforme a su última voluntad, sus restos descansan en Choroní, el pueblo costero que vio nacer a su esposa venezolana y de cuyas playas se había quedado prendado.
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