20 Abr 2025 Las guerras híbridas: el desafío contemporáneo del Derecho Internacional Público
Vivimos en un tiempo en el que la guerra ha dejado de ser lo que era. Lejos de los frentes definidos, los uniformes, las trincheras y las declaraciones oficiales, hoy nos enfrentamos a un tipo de conflicto mucho más difuso, complejo y, en muchos sentidos, inquietante: las guerras híbridas. Este fenómeno, que mezcla componentes tradicionales con tácticas no convencionales como la tecnología, la ciberseguridad, la propaganda, los ataques económicos o el uso instrumental de la migración, ha puesto a prueba los cimientos del derecho internacional público.
Como estudiante o profesional de derecho, se tiende a pensar en esta disciplina como un conjunto de normas relativamente estables que rigen las relaciones entre Estados. Sin embargo, las guerras híbridas nos obligan a revisar muchas de esas certezas. ¿Qué ocurre cuando el enemigo no es un Estado, sino un grupo descentralizado y sin rostro? ¿Qué pasa si los ataques no se hacen con tanques, sino con virus informáticos? ¿O si no hay ocupación militar, pero sí manipulación social a través de desinformación?
El Derecho Internacional Humanitario (DIH), que regula los conflictos armados, funciona bien cuando los parámetros son claros: hay Estados enfrentados, o un Estado contra un grupo armado organizado. Pero en los conflictos híbridos, esa claridad desaparece. Los actores pueden actuar en la sombra, negando su participación oficial, utilizando mercenarios, o coordinando acciones a través de redes digitales. El principio básico de calificación del conflicto se vuelve casi irrelevante, o al menos, muy difícil de determinar.
Esto no es solo un problema teórico, tiene consecuencias reales. Si no se puede calificar adecuadamente un conflicto, es difícil aplicar las normas que protegen a las víctimas, limitan el uso de la fuerza o determinan responsabilidades. Se crea una especie de zona gris legal donde los abusos pueden quedar impunes. Y, desde la perspectiva del Derecho Internacional Público, esto supone una grave erosión de su credibilidad y efectividad.
Uno de los aspectos más disruptivos de las guerras híbridas es el papel de los actores no estatales. En el modelo tradicional del derecho internacional, el Estado es el protagonista absoluto. Es el único sujeto con personalidad jurídica plena, el único autorizado a usar la fuerza, a declarar la guerra o a firmar tratados. Pero en el escenario actual, esto ha cambiado drásticamente.
Grupos armados, organizaciones terroristas, milicias privadas o incluso empresas tecnológicas pueden desempeñar un papel determinante en un conflicto híbrido. A veces actúan por cuenta propia; otras, como brazos encubiertos de un Estado. Sin embargo, el Derecho Internacional Público sigue teniendo dificultades para abordar adecuadamente este tipo de actores. ¿Cómo hacerlos responsables? ¿Cómo negociar con ellos? ¿Qué obligaciones tienen, si no pueden firmar tratados?
Algunos avances han sido importantes, como el reconocimiento de ciertos deberes mínimos para los grupos armados organizados, o la posibilidad de juzgar crímenes internacionales cometidos por individuos, incluso si no representan a un Estado. Pero la normativa sigue siendo insuficiente para la complejidad del panorama actual.
Otra característica distintiva de las guerras híbridas es el uso de nuevas tecnologías, en particular el ciberespacio. Los ataques informáticos pueden paralizar servicios esenciales, vulnerar la soberanía de un país o generar caos sin disparar una sola bala. Lo preocupante es que estas agresiones rara vez son reconocidas como actos de guerra en sentido jurídico, lo que hace que muchas veces no sean respondidas ni castigadas.
Aquí es donde el Derecho Internacional Público enfrenta uno de sus mayores desafíos: adaptarse a formas de conflicto que no se ajustan a las categorías del siglo XX. En teoría, la Carta de las Naciones Unidas prohíbe el uso de la fuerza entre Estados, salvo en caso de legítima defensa o autorización del Consejo de Seguridad. Pero ¿puede un ataque cibernético ser considerado uso de la fuerza?
¿Y si no hay pruebas claras de que lo ha perpetrado un Estado?
El principio de atribución se convierte en un obstáculo clave. En un mundo donde casi todo puede ser ejecutado de forma remota y anónima, demostrar que un Estado está detrás de un ataque híbrido puede ser prácticamente imposible. Esto mina la capacidad de la comunidad internacional para exigir responsabilidades o aplicar medidas de represalia legítimas.
En este contexto, muchos juristas se debaten entre dos posturas. Algunos abogan por la creación de nuevas normas específicas para regular los conflictos híbridos, adaptadas a su naturaleza cambiante. Otros, en cambio, prefieren una interpretación evolutiva de las normas existentes, considerando que el DIH y el Derecho Internacional en general tienen la flexibilidad suficiente para cubrir estas nuevas formas de guerra si se interpretan correctamente.
Personalmente, creo que ambas posturas tienen algo de razón. Es necesario actualizar y ampliar el marco normativo, pero también aprovechar la riqueza interpretativa de los principios ya consolidados. El respeto por la dignidad humana, la prohibición del uso arbitrario de la fuerza o la obligación de proteger a los civiles no deben perder vigencia solo porque los métodos hayan cambiado.
Además, la solución no puede ser solo jurídica. Hace falta también una respuesta política y diplomática más firme, una mayor cooperación internacional y un compromiso real con la rendición de cuentas. No podemos permitir que la complejidad de los conflictos híbridos se convierta en una excusa para la inacción o la impunidad.
Las guerras híbridas no solo desafían nuestra seguridad o nuestra tecnología. Desafían sobre todo nuestras categorías jurídicas y nuestros principios de justicia. El Derecho Internacional Público, si quiere seguir siendo relevante, tiene que estar a la altura de estos desafíos. No podemos seguir aplicando recetas del siglo pasado a problemas del presente.
Lo híbrido, por definición, no es fácil de encasillar. Pero eso no significa que debamos renunciar a regularlo. Al contrario, es precisamente en los escenarios más confusos donde el derecho debe brillar con más fuerza. Porque, al final del día, si el derecho internacional no es capaz de proteger a las personas, sea cual sea la forma del conflicto, ¿para qué sirve?
Daniel Olaso González
Estudiante del doble grado en ADE y Relaciones Internacionales
Universidad Villanueva